El último sueño

Eliza siempre estuvo cada noche en mis sueños; no faltaba a ni una sola cita, sin embargo siempre parecía distante, inmóvil, y yo la miraba de lejos, esperando que ella también colocara su mirada en mí, pero no sucedía. A pesar de todo, por las mañanas yo despertaba siempre satisfecho de tenerla cada noche.
En cada sueño se construía un escenario distinto, aunque con atmósferas muy oscuras y frías; con el paso del tiempo, de las noches y de los sueños, quiero decir, Eliza aparecía cada vez más cerca de mí, aún sin mirarme pero ahí estábamos ella y yo; solos, inmóviles, ambos, como suspendidos en el tiempo, en ocasiones dentro de una habitación vacía con paredes viejas y pintura deteriorada, otras veces en una sala grande con decorados de otra época; o en un viejo teatro desgastado por el abandono.
En toda ocasión Eliza llevaba puesto un vestido oscuro a la altura de sus rodillas, decorado con flores diminutas; su cabello ondulado y suelto caía sobre sus hombros y ocultaba parcialmente su rostro.
Aquella noche, la del último sueño, la encontré tan cerca de mí sobre la acera, pude tomar su mano con la mía, enlacé mis dedos a los suyos y a paso lento cruzamos la calle cubierta por una densa neblina. Nos detuvimos a medio camino, apenas se podía distinguir la línea blanca que divide los carriles. Giramos lentamente hasta quedar frente a frente, nuestras miradas al fin se cruzaron y pude ver en sus ojos un mundo distinto, con escenarios coloridos y llenos de sol.
De pronto una luz que se hacía cada vez más grande e intensa se acercaba a nosotros a gran velocidad, ambos volteamos hacia el punto de origen del resplandor, abrí los brazos y me abalancé hacia ella para abrazarla y protegerla de la amenaza que veíamos aproximarse, pero su cuerpo se desvaneció antes de lograrlo.
Lo último que recuerdo es que esa luz quemaba mi piel, fui devorado por ese ojo luminoso e intenso y de Eliza no supe más. Esa fue la última vez que pude soñar con ella.