Sin sus labios

por Irving Trejo
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Desperté esa mañana sin sus labios, como pude, arrojé las cobijas a un lado, salí de la cama, el gran peso del mal presentimiento se trepó sobre mis hombros, caminé con dificultad hacia la puerta de la habitación, me apoyé sobre la pared para no caer, mi cuerpo apenas respondía, sentía que las piernas me traicionarían en cualquier momento y caería al suelo; me detuve unos segundos para reponerme, lo suficiente al menos para dar unos pasos más y llegar a la puerta.

Con una mano apoyado en la pared y la otra tomando la perilla abrí lentamente la puerta, miré de lejos la mesita con el libro de Rayuela y la carta justo en el lugar donde la dejé esa noche.

Era la primera vez en todos estos años que ella no llegaba a dormir a casa. Mis ojos se inundaban de lagrimas, las mismas que anunciaban un llanto que no pensé derramar jamás, y no porque no la amara, en realidad la amaba como a nadie nunca, y ella lo sabía.

Creí que el único momento en el que sucedería con tal dolor sería en su lecho de muerte y siempre tuve la seguridad que moriría yo antes que ella.

«Por supuesto que lo sabía, ella sabía cuanto la amaba» me repetía en la mente una y otra vez tratando de convencerme a mi mismo de que siempre se lo había hecho saber.

Avancé unos pasos más con la absurda esperanza de encontrarla dormida en el sofá, pero fue en vano por supuesto, «porqué razón dormiría en el sofá y no en la cama conmigo, no tenía sentido», pensé.

Recorrí la sala y el comedor con la mirada, con ligeros parpadeos las lágrimas caían, me fue imposible contenerlas a pesar de todo mi esfuerzo, como resistiéndome, del mismo modo, a la idea de que mi mundo se desvanecía junto con ellas dejando un tenue hilillo húmedo en el camino, y que al final morirían inevitablemente estrelladas en el suelo, hasta desaparecer.

[Fragmento de carta a N, número 1]

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