Fiebre

por Irving Trejo
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Con 38 de fiebre estoy tirado en cama, vaya que siento que muero, mi cuerpo se rompe con el aleteo de la mosca que vuela en la habitación, agita sus alas en mi rostro, me mira a los ojos sabiendo lo jodido que me siento, apenas logro juntar un poco de fuerza para soplar y moverla de ahí.

Me he desnudado casi por completo pero la fiebre no cede, y la mosca tampoco tiene intenciones de dejarme en paz, se ha parado ya en cada parte de mi cuerpo, frota sus patas que siento como alfileres en mi piel, se congela por un segundo y sale volando de nuevo, rodea la lámpara del techo y regresa de nuevo a joder.

Fuera de la habitación, en las calles, gobierna un silencio inusual y eso hace que lo único que se escuche, sea ese zumbido desesperante.

La fiebre aumenta, la mosca se posa sobre mi pecho, me trastorna.

Entre mi delirio decido preguntarle su nombre, la mosca ha entendido lo que he dicho, se da vuelta hacia mi, me mira durante varios segundos que me parecen una eternidad.

–Soy Julia –respondió con un sonido extraño que no podría asegurar que era su voz, como si con el zumbido de sus alas formara las palabras.

–¿Soñaste con ella esta noche? –me pregunta mientras se lleva las patas delanteras a la boca. 

Junté las cejas en señal de disgusto, quise contestarle que no se metiera en esos asuntos, me contuve de hacerlo, «no me pondré a discutir con una mosca», pensé mientras me miraba atenta moviendo sus antenas para escuchar mejor mi respuesta.

–No –contesté tajante para que no preguntara más.

–Has soñado con ella las últimas 6 noches ¿Porqué no soñaste esta noche con ella? –insistió Julia.

–No he pegado el ojo, la fiebre me ha caído encima –respondí molesto.

–¿Cómo has sabido que sueño con ella? –le pregunté de inmediato con asombro.

–Siempre lo he sabido, lo sé todo –me dijo sonriendo de manera arrogante.

–Sé incluso lo que pasará después, tú no morirás hoy, eso es seguro, y ella, ella vendrá por ti, sólo es cuestión de tiempo, sólo eso –me dijo mientras la fiebre aumentaba y mis ojos casi salían de su órbita.

–¿Vendrá por mi? ¿Cuestión de tiempo? ¿Tiempo para qué? –le pregunté completamente desconcertado.

–Ya lo sabes, has esperado su llegada por largo tiempo, y llegará, así será –concluyó.

Julia extendió sus alas y de un impulso voló hacia la lampara del techo, sobre mi cabeza, dando vueltas al rededor de la luz dibujaba una estela luminosa con su cuerpo, formando infinitos anillos de hilos dorados, la habitación se oscureció por completo, sólo podía ver la luz que dejaba a su paso en cada vuelta que daba a la lampara. Caí en un sueño profundo hipnotizado por su vuelo y el sonido de sus alas.

Cuando abrí los ojos, ya no me encontraba en la cama, ni en la misma habitación donde hacía unos instantes deliraba por la fiebre; estaba tirado en el suelo, boca abajo, desnudo, en medio de un camino de tierra bajo una colina. 

Me puse de pie mientras veía en el horizonte, rebotando colina abajo, un sin fin de enormes bolas blancas que se dirigían hacia mi, haciendo retumbar la tierra.

No comprendía que estaba pasando, pero me causaba un terror inmenso, sentía que en cualquier momento ese cúmulo de gigantescas bolas blancas terminarían aplastándome. Me quedé paralizado por completo, invadido por el pánico.

Finalmente pude reconocer el escenario, estaba exactamente en el lugar que cuando niño, a causa de la fiebre, tenía recurrentemente la misma pesadilla. Hacía tantos años que ese espantoso sueño no venía a mi cabeza, y recordarlo me llevó de vuelta a los más atribulados infiernos de mi infancia.

–¡Vaya, tardaste mucho en darte cuenta! –escuché a Julia decirme mientras salía del centro de una de esas bolas agitando sus alas. 

La fiebre se ha elevado a tope, a más de cuarenta grados que mi cuerpo no soportaría por mucho tiempo.

–No te ves nada bien, podrías morir en cualquier momento –dijo Julia al instante en que el cielo se tornaba oscuro, cubriéndose de nubes negras, como anunciando una tormenta descomunal.

De las enormes bolas blancas que ya se encontraban a pocos metros, brotaron cientos y cientos de repugnantes moscas que se pegaban a mi piel, el dolor que sentía era insoportable, hice el esfuerzo de gritar, pero no logré emitir sonido alguno, el grito se ahogó en mi garganta y las moscas entraron por mi boca.

–Pero no pasará, ya te lo he dicho, no morirás aún –insistió Julia.

Su voz, o lo que parecía su voz, había cambiado por completo, se tornaba ahora agresiva, violenta, aterradora.

–Pero sufrirás por largo tiempo, te fundirás lentamente, tus órganos dejarán de funcionar uno a uno, tu sangre dejara de circular, tus músculos comenzarán a desprenderse del hueso, y dolerá; y es en ese justo y doloroso momento donde ella vendrá  por ti, cuando te reste ese último soplo de vida, la reconocerás por supuesto, llegará ese momento que tanto anhelabas; ella abrirá tu pecho, tomará tu corazón infecto con ambas manos enterrando sus largas uñas, sentirás cada uno de sus delgados y fríos dedos hundirse en el, oprimiéndolo hasta desintegrarlo por completo –concluyó su presagio.

Horrorizado por la atrocidad de sus palabras, y al mismo tiempo lleno de rabia e ira, arrojé mis brazos sobre Julia con un movimiento rápido e inesperado, atrapándola y estrujando su diminuto cuerpo entre mis manos hasta hacerla estallar.

Pasaron los días, meses quizás, no lo sé con exactitud, sólo sé que permanecí en un estado agónico y de sufrimiento infrahumano.

Sólo un milagro o una maldición podría explicar qué me mantenía con vida.

Todo aquello que Julia predijo habría de cumplirse como una profecía.

No morí aquel día, claro está, habría de cumplir una eterna condena de dolor y desgarramiento lento, el infierno mismo.

Al fin, después de tanto, ella apareció, pude sentir su presencia y sólo en ese momento abrí los ojos, la miré frente a mi, tan bella y majestuosa y a la vez tan aterradora.

Pude contemplar esa mirada tierna y profunda de sus brillantes ojos, entretanto, se acercaba estirando sus brazos para perfilar suavemente con la yema de sus dedos mi macilento rostro. El movimiento de sus manos siguió su camino hacia abajo, hasta encontrar mi pecho descubierto.

Las paredes de la habitación se desvanecieron completamente, una luz blanca e intensa invadía el espacio, un espacio que ya sólo era ocupado por nosotros dos, y una paz indescriptible.

Sus manos ya puestas sobre mi pecho, lo abrieron y penetrando con facilidad hasta rodear con sus largos dedos, mi débil y disminuido, pero aún latiente corazón; lo extrajo de mi cuerpo escrupulosamente, lo acercó a su rostro hasta tocarlo con sus labios mientras me miraba y cerraba sus manos oprimiéndolo hasta desintegrarlo.

Mi respiración se detuvo, y finalmente mis ojos se apagaron para siempre, con la mirada fija sobre la suya, tal como lo había soñado aquellas 6 noches.

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